Eran eso de las 10 de la mañana en la sala de estar de la Oficina del Peregrino de Santiago de Compostela. Éramos 7 u 8 personas reunidas para compartir sobre nuestro camino. Yo no lo había realizado pero era parte de la experiencia de acogida en la cual participaba. Después de tanta alegría y tanto dolor, valía la pena ofrecer un café para escucharse unos a otros, contar cómo el camino les había transformado. Hay de esto en la vida espiritual: dar un paso al lado para dar cita a lo vivido. Cada uno de nosotros está invitado. ¿Cortado o con leche?
¿Cuántas personas han tomado el camino este año con el propósito de superar una dificultad, cerrar o empezar una fase importante de su vida o compartir un momento con amigos con quienes no convivían desde hace muchos años? ¿Cuántas de ellas han encontrado a Dios de manera más o menos explícita? ¿Y cuantas siguen considerándose personas “no religiosas”? En la pastoral de Santiago, no se trata de añadir nada a lo vivido, sino de recogerlo: una Iglesia de escucha, como dice el Papa Francisco. Cada uno de nosotros está invitado.
Aquella mañana, la última pregunta planteada por mi compañero me pareció algo abstracta, genérica: “¿Qué he descubierto de Cristo durante este camino?” Pero después de 2000 kilómetros ya no existen las cosas abstractas. Uno de los participantes habló de las señales en el camino, estas flechas amarillas que indican por dónde ir. Hablaba de un Cristo que indica donde hay vida. Nunca en mi vida espiritual, me hubiera referido a Él así. En mi “sedentarismo”, suelo hacer de Cristo la meta, la única cosa que me puede colmar. Entonces es cuando, sin darme cuenta, le pido que sea un Mesías todopoderoso que ponga fin a mis dificultades; es entonces cuando lo cambio por un ídolo.
Jesús es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6): el camino que nos ofrece no se acaba en Él sino que nos encamina hacia los otros y hacia su Padre. Eso es su verdad, la verdad que lleva a la vida, la vida que es un camino.
Mathieu Flourens sj